Aquí hay una nota escrita con tripas y corazón por Sandra Russo. Es sobre algo que todos pensamos.
A lo largo de estos dos meses, desde este mismo espacio, me pregunté varias veces, y desde diferentes perspectivas, por qué el secuestro de Jorge Julio López estaba siendo minimizado colectivamente. Hubo semanas enteras en las que el tema redundó: desapareció. Eso en sí mismo merece atención.
Veámoslo así: en un determinado país una dictadura militar se impone con el consenso de una opinión pública formateada por la clase dominante, el mismo formateo cerebral que luego hará que esa opinión pública acepte su propia domesticación. Había que implantar un régimen totalitario. Para ello, fue necesario aniquilar a una generación. Prisioneros sin juicio ni consecuentes acusaciones precisas fueron exterminados en campos clandestinos. La opinión pública no acusaba recibo ni de los operativos nocturnos que había en cada cuadra ni de los hijos de los amigos de los cuñados de los vecinos, que desaparecían.
Y eso se sabía. Pero se negaba. Es mentira que no se sabía. Cuánto tiempo más se va a mantener en pie esa falsa disculpa argentina. Era imposible no saberlo. Se ignoraba la dimensión del genocidio, pero no sus atrocidades. ¿O no es sencillamente atroz que, por caso, desapareciera el hijo del amigo del cuñado del vecino? ¿Eso no implicaba por sí solo que había ajusticiamientos? No existe el “yo no sabía”. Hay que empezar a admitir que hubo una Argentina que negó. Y es otra cosa.
Esa misma Argentina me preocupa.
Sigamos: treinta años después (porque fueron necesarios treinta años para que llegaran muchos juicios, y esto quiere decir que esa sociedad, ya sin la bota encima de la cabeza, creyó la versión absurda de que lo que hubo fue una guerra civil. ¿Qué argentino puede creérselo? ¿Cómo va a haber una guerra civil sin que uno se entere? ¿Cómo se compatibilizan las creencias complementarias y falaces del “yo no sabía” y “hubo una guerra civil”?), retomo: treinta años después, es condenado uno de los peores chacales. Y unos días más tarde, un testigo clave en ése y otros juicios, desaparece.
Esta desaparición pone en escena el fantasma argentino reciente. Para todos aquellos cuyas vidas fueron rozadas en mayor o menor grado por el terrorismo de Estado de los ’70, esta desaparición activa zonas del cerebro y del alma que estaban ya por fin en algo así como piloto automático. Somos como un gigantesco cartel de neón, algunas de cuyas luces deben forzosamente encenderse para que las otras se vayan apagando. Sin esa alternancia, el cartel no emitiría sus dibujos y sus letras. Como cuerpo colectivo, somos eso. A treinta años de aquello, miles y miles de personas sintieron esta desaparición como la reactivación dolorosa e insoportable de la zona del miedo, el dolor, la amenaza. En estos dos meses hubo oídos que volvieron a escuchar sirenas a lo lejos. Hubo aniversarios más crudos, como a la intemperie. Hubo pesadillas. Hubo enfermedades psicosomáticas. Ya sin el cobijo de la democracia. Esto es lo impensable. Era Nunca más. Esta desaparición rompió el Nunca más, que era la única y verdadera promesa que como pueblo parecíamos habernos hecho.
Era previsible otra reacción. En las marchas y del dolor hecho carne participan aquellos cuyas vidas fueron rozadas por el terrorismo de Estado. Parecen, y son, marchas de derechos humanos, cuando deberían ser otra cosa. Deberían ser desbordes de gente en todo el país gritando. Pero es incluso más fácil desbordar y gritar frente a Fray Bentos, donde hay una mole que seguirá creciendo, que hacerlo frente a un fantasma.
No milito en ningún partido político, no soy miembro de ningún organismo de derechos humanos, no perdí familiares en la dictadura, pero eso no implica que no haya crecido sintiendo que hay banderas que no son ni siquiera ideológicas: casi diría que, para mí y para muchos otros, son banderas religiosas, de la única religión que uno proveerse alguna vez, una que sostiene que el bien está del lado de la decencia. Probablemente sea un rasgo en común entre los que no creemos en Dios: nos aferramos a otros ideales.
Tal vez por eso la reacción social general ante la desaparición de Jorge Julio López sigue pareciéndome extraña, anestesiada, distante, y me apena enormemente advertir que los medios administran diariamente las neuronas de millones. Y que millones se dejan administrar los pensamientos y, lo que es más grave, la moral.
El Caso López no es solamente el que deriva del expediente judicial que investiga esa desaparición. El Caso López será, dentro de un tiempo, el recuerdo de la primera desaparición de la democracia, y el ejemplo de cómo a veces una sociedad vuelve a negar, a no ver, a no saber.