La frase me repiqueteaba –con perdón– en la cabeza. Me preguntaba cómo cambian las cosas, cómo cambian las cosas, cómo cambian las cosas, y trataba de pensar en el proceso por el que una semilla se convierte en zapallo, una nena en cadáver, una frase en artículo, un artículo en bollo, un cacho de carne en bife o picada o bourguignon, una buena idea en una pavada, un mundo insoportable en uno más vivible, hasta que pensé que en realidad quería preguntarme cómo se cambian las cosas.
Bellezas del idioma: esas dos letras, la ese y la e, colocadas en el sitio apropiado, implican una postura radicalmente diferente: si me pregunto cómo cambian, me coloco como espectador y pienso en un proceso que querría entender pero no necesariamente influir, y presupongo que las cosas cambian más allá de voluntades y deseos. Si, en cambio, me pregunto cómo se cambian, pienso en una acción posible que las cambiaría, en el agente que podría llegar a hacerlo.
Ahora, en general, parece que las pocas cosas que cambian cambian sin agente, por causas misteriosas o denodadamente incontrolables. El Gobierno, por ejemplo, esta semana, produjo un cambio en su paquete de las retenciones: necesitó, digamos, noventa días de crisis para anunciar lo que le habíamos propuesto en este diario hace setenta: “Cuando dice que estas medidas económicas que le trajeron tantos problemas son redistributivas, señora Presidenta, ¿no debería decir cuasi redistributivas? Digo, porque hasta ahora se ve que, de la supuesta redistribución, ustedes hacen o intentan hacer la primera parte, recaudar el dinero; todos le creeríamos mucho más –o cuasi le creeríamos– si viéramos más clara la segunda parte: que usen ese dinero para cumplir con las necesidades urgentes de tantos argentinos, en lugar de sentarse encima y acumular poderes”, publicamos el 3 de abril pasado.
La idea de destinar las retenciones a obras para los más pobres puede ser productiva –si es que la concretan o, incluso: si les queda la suficiente confianza pública como para que muchos ciudadanos crean que la van a concretar–, pero es un ejemplo perfecto de cambio sin agente: no era eso lo que pedían los que pedían, no era eso lo que proponía el Gobierno, no fueron sus beneficiarios los que lo buscaron. Fue, se diría, un efecto involuntario: la casualidad de una situación política trabada y una idea, por fin, para salir de ella, una –tentativa de– solución de compromiso. Fue una muestra de cómo cambian las cosas, no de cómo se cambian. No un proceso, una búsqueda en la que un sector haya conseguido el cambio que quería. En realidad, el punto es que casi no quedan sectores que crean que pueden conseguir cambios importantes y por eso, supongo, estamos como estamos.
Ahí sí que hubo un cambio. Hace treinta y cinco, cuarenta años muchísimos estábamos tan convencidos de que todo estaba cambiando sin parar: el mundo, la política del mundo, su filosofía, sus libros, sus películas, su música, se basaban en la idea de que el cambio era voraz e incontenible.
El cambio era el espíritu de la época. Ahora, en cambio, muchísimos están convencidos de que nada puede cambiar –fuera del campo de la ciencia y la técnica y los consumos que proveen. Ésa es la idea predominante. No sólo las novelas las películas las canciones son tan parecidas a lo que eran hace veinte o treinta años, y mucho menos audaces; sobre todo, se ha difundido por el mundo la idea de que no hay otra organización política posible, de que esto es lo que hay.
El cambio de paradigma fue radical, y lleva a la paradoja: como nuestra visión del mundo cambió de cabo a rabo, ahora creemos que nada puede cambiar. Creemos que las cosas no cambian: que sólo se moderan. Que son así y si acaso podemos conseguir que no sean tan así –tristezas del idioma. No ser tan autoritario y permitir que se casen los gays, así se integran; no tan intolerante y aceptar que haya presidentes negros o mujeres, así hacen lo mismo que los hombres blancos; no tan conchudos y tratar de que todos coman de vez en cuando, así no estallan. Una ambición tan menor se llama resignación, y construye una época pava.
Vivimos una época –dolorosamente– pava. Tenemos, desde hace años, la sensación de que así no va, de que seguimos en una especie de cuesta abajo a veces suave, a veces bruta, de que nos acostumbramos a soportar cada vez más lo insoportable, o sea: la sensación de que tanto merece ser cambiado –pero nos hemos convencido, al mismo tiempo, de que nada puede cambiar realmente.
No es el conservadurismo feliz y desafiante de los que creen que no hay nada mejor que los valores del abuelo –dios, patria y esas cosas–; es la tristeza de quien no sabe cómo imaginar lo distinto, lo próximo. Porque no sabemos cómo se hace, qué se haría, quién lo haría, preferimos no creer que somos ignorantes sino que no hay manera: que más vale sentarse y suponer que si no vemos nada es porque no hay nada para ver.
No es que yo sepa: no, pero sé que no sé. Que ya es saber algo –aunque muy poco. Y por eso me sigo haciendo, con otros, la pregunta que me parece clave: cómo se cambian las cosas –las sociedades, los países. Quiénes, con qué herramientas, con qué convicciones y qué dudas, con qué metas.
Las herramientas clásicas del siglo de las revolucionesdemostraron que servían para crear más sumisión. Las convicciones se volvieron tan férreas que sirvieron para descalificar –y matar– al que no las compartía.
Las metas que supimos tener se disolvieron en el aire porque sus concreciones demostraron ser tan indeseables. Quedan las dudas, tan denostadas, tan brutalmente necesarias. Queda la decisión posible de empezar por hacerse la pregunta: de creer que existe una respuesta, aunque no la sepamos, y que buscarla de verdad vale la pena. Y ojalá la vayamos encontrando pero si no, por lo menos no habrá sido por desidia, resignación, pura pavada. (continuará)
Bellezas del idioma: esas dos letras, la ese y la e, colocadas en el sitio apropiado, implican una postura radicalmente diferente: si me pregunto cómo cambian, me coloco como espectador y pienso en un proceso que querría entender pero no necesariamente influir, y presupongo que las cosas cambian más allá de voluntades y deseos. Si, en cambio, me pregunto cómo se cambian, pienso en una acción posible que las cambiaría, en el agente que podría llegar a hacerlo.
Ahora, en general, parece que las pocas cosas que cambian cambian sin agente, por causas misteriosas o denodadamente incontrolables. El Gobierno, por ejemplo, esta semana, produjo un cambio en su paquete de las retenciones: necesitó, digamos, noventa días de crisis para anunciar lo que le habíamos propuesto en este diario hace setenta: “Cuando dice que estas medidas económicas que le trajeron tantos problemas son redistributivas, señora Presidenta, ¿no debería decir cuasi redistributivas? Digo, porque hasta ahora se ve que, de la supuesta redistribución, ustedes hacen o intentan hacer la primera parte, recaudar el dinero; todos le creeríamos mucho más –o cuasi le creeríamos– si viéramos más clara la segunda parte: que usen ese dinero para cumplir con las necesidades urgentes de tantos argentinos, en lugar de sentarse encima y acumular poderes”, publicamos el 3 de abril pasado.
La idea de destinar las retenciones a obras para los más pobres puede ser productiva –si es que la concretan o, incluso: si les queda la suficiente confianza pública como para que muchos ciudadanos crean que la van a concretar–, pero es un ejemplo perfecto de cambio sin agente: no era eso lo que pedían los que pedían, no era eso lo que proponía el Gobierno, no fueron sus beneficiarios los que lo buscaron. Fue, se diría, un efecto involuntario: la casualidad de una situación política trabada y una idea, por fin, para salir de ella, una –tentativa de– solución de compromiso. Fue una muestra de cómo cambian las cosas, no de cómo se cambian. No un proceso, una búsqueda en la que un sector haya conseguido el cambio que quería. En realidad, el punto es que casi no quedan sectores que crean que pueden conseguir cambios importantes y por eso, supongo, estamos como estamos.
Ahí sí que hubo un cambio. Hace treinta y cinco, cuarenta años muchísimos estábamos tan convencidos de que todo estaba cambiando sin parar: el mundo, la política del mundo, su filosofía, sus libros, sus películas, su música, se basaban en la idea de que el cambio era voraz e incontenible.
El cambio era el espíritu de la época. Ahora, en cambio, muchísimos están convencidos de que nada puede cambiar –fuera del campo de la ciencia y la técnica y los consumos que proveen. Ésa es la idea predominante. No sólo las novelas las películas las canciones son tan parecidas a lo que eran hace veinte o treinta años, y mucho menos audaces; sobre todo, se ha difundido por el mundo la idea de que no hay otra organización política posible, de que esto es lo que hay.
El cambio de paradigma fue radical, y lleva a la paradoja: como nuestra visión del mundo cambió de cabo a rabo, ahora creemos que nada puede cambiar. Creemos que las cosas no cambian: que sólo se moderan. Que son así y si acaso podemos conseguir que no sean tan así –tristezas del idioma. No ser tan autoritario y permitir que se casen los gays, así se integran; no tan intolerante y aceptar que haya presidentes negros o mujeres, así hacen lo mismo que los hombres blancos; no tan conchudos y tratar de que todos coman de vez en cuando, así no estallan. Una ambición tan menor se llama resignación, y construye una época pava.
Vivimos una época –dolorosamente– pava. Tenemos, desde hace años, la sensación de que así no va, de que seguimos en una especie de cuesta abajo a veces suave, a veces bruta, de que nos acostumbramos a soportar cada vez más lo insoportable, o sea: la sensación de que tanto merece ser cambiado –pero nos hemos convencido, al mismo tiempo, de que nada puede cambiar realmente.
No es el conservadurismo feliz y desafiante de los que creen que no hay nada mejor que los valores del abuelo –dios, patria y esas cosas–; es la tristeza de quien no sabe cómo imaginar lo distinto, lo próximo. Porque no sabemos cómo se hace, qué se haría, quién lo haría, preferimos no creer que somos ignorantes sino que no hay manera: que más vale sentarse y suponer que si no vemos nada es porque no hay nada para ver.
No es que yo sepa: no, pero sé que no sé. Que ya es saber algo –aunque muy poco. Y por eso me sigo haciendo, con otros, la pregunta que me parece clave: cómo se cambian las cosas –las sociedades, los países. Quiénes, con qué herramientas, con qué convicciones y qué dudas, con qué metas.
Las herramientas clásicas del siglo de las revolucionesdemostraron que servían para crear más sumisión. Las convicciones se volvieron tan férreas que sirvieron para descalificar –y matar– al que no las compartía.
Las metas que supimos tener se disolvieron en el aire porque sus concreciones demostraron ser tan indeseables. Quedan las dudas, tan denostadas, tan brutalmente necesarias. Queda la decisión posible de empezar por hacerse la pregunta: de creer que existe una respuesta, aunque no la sepamos, y que buscarla de verdad vale la pena. Y ojalá la vayamos encontrando pero si no, por lo menos no habrá sido por desidia, resignación, pura pavada. (continuará)
Viernes 13 de junio
Año I | Edición Nº103
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