(APe).- Al menos doce bebés incluidos en protocolos de investigación clínica para probar la eficacia de una vacuna murieron durante el último año. ”Sólo murieron doce en todo el país”, aseguró el pediatra santiagueño Enrique Smith, uno de los investigadores principales del estudio. ¿Experimentaría el doctor Smith con su propio cuerpo? ¿Sería capaz de probar la vacuna con sus hijos y familiares? No, seguro que no. Porque antes que poner el propio cuerpo, mejor es poner el cuerpo del otro.
(APe).- En un operativo mundial denominado Last Chance (Última Oportunidad), el centro Simon Wiesenthal de Viena se ha lanzado a la caza de criminales de guerra nazis que lograron ocultarse al fin de la segunda guerra, aprovechando la falta de control o bien la complicidad de algunos gobiernos de América del Sur.
Uno de esos criminales, con título de médico, se llama Aribert Heim, alias “Doctor Muerte”, y ya habría sido localizado en pueblos cordilleranos del sur de Chile y la Argentina.
Otro criminal, fallecido impune en el Brasil, se llamaba Josef Mengele y era conocido por los prisioneros de Auschwitz como el Ángel de la Muerte.
¿Cómo puede un médico, alguien formado para curar o para aliviar el sufrimiento de la criatura humana, convertirse en asesino?
A esa y otras preguntas trataron de responderse Bruno Bettelheim, Emanuel Levinas, Hanna Arendt y Primo Levi, entre otros. Y la respuesta invariable es que la conducta criminal, la conducta de un asesino serial de Estado, es siempre precedida por una doctrina perversa, una doctrina que niega (en su discurso) la condición humana a la víctima, y que le brinda una coartada al verdugo.
En la posguerra, acaso como una prolongación de la doctrina nazi, para los tiempos de paz, ciertos provectos ciudadanos llegaron a sostener que gracias a las guerras pudo avanzar la ciencia, y se descubrieron nuevos medicamentos y vacunas para curar a la humanidad.
El citado Heim, lo mismo que Mengele -según los testimonios- inoculaban virus en mujeres embarazadas y niños; les restringían el alimento o los dejaban morir de hambre, para estudiar las reacciones somáticas; les amputaban miembros y les extraían órganos en vida, observando la evolución de esos cuerpos en agonía.
Aquellas mujeres y niños de los experimentos, eran seres humanos. Aquellos médicos nazis lo sabían. Sólo que esos Otros, ese Otro, pertenecía a la “raza” de los vencidos. A ese Otro no le cabía el derecho ni el respeto ni la piedad.
Los inadvertidos nazis de este siglo XXI, para quienes no hay operativo Last Chance, a quienes ninguna policía busca y ninguna ley prohíbe, se dedican a experimentar vacunas y nuevos medicamentos con seres humanos en situación de pobreza y de extrema pobreza, en países del África, del Asia y de América latina.
“Al menos doce bebés incluidos en protocolos de investigación clínica para probar la eficacia de una vacuna -leemos publicado en el diario Crítica- murieron durante el último año”.
“El estudio de fase 3 (experimentación en humanos) es patrocinado por el laboratorio multinacional Glaxo Smith Kline y utiliza niños de familias carenciadas a las que ‘se presiona y obliga para que firmen los consentimientos legales’, según lo denunció la Federación de Profesionales de la Salud de la República Argentina”.
“Desde 2007 -leemos en Crítica- 15 mil niños menores de un año de Mendoza, San Juan y Santiago del Estero ingresaron en el protocolo de investigación. ‘Sólo murieron doce en todo el país, lo que representa una cifra mínima si la comparamos con las muertes que se producen por enfermedades respiratorias causadas por el neumococo’, aseguró el pediatra santiagueño Enrique Smith, uno de los investigadores principales del estudio”.
“‘Mucha gente quiere salirse del protocolo y se lo prohíben, los obligan a continuar con la amenaza de que si dejan no se les aplica ninguna otra vacuna’, explicó Julieta Ovejero, tía abuela de uno de los seis bebés fallecidos en Santiago del Estero. ‘Hay madres a las que las obligan a firmar diciéndoles que si no aceptan les van a quitar los chicos con la policía, les niegan los remedios o directamente no los atienden’, detalló Ovejero”.
“‘En su gran mayoría, se trata de personas carenciadas, muchas de ellas no saben ni leer ni escribir, a las que presionan para que autoricen la inclusión de sus hijos’, relató Juan Carlos Palomares, integrante de Fesprosa, la entidad que nacionalizó la denuncia en una conferencia de prensa. Según la denuncia, ‘el laboratorio paga 8.000 dólares por cada niño incluido en el estudio, pero no queda nada en la provincia que presta las instalaciones públicas y el personal de salud para una investigación privada’”.
Los sofismas y coartadas nada tienen que envidiar a las que esgrimían los médicos nazis: que el porcentaje de muertes ocasionadas es mínimo, que el sagrado fin de la vacuna justifica los medios y que parte de los honorarios pagados por los laboratorios “quedan en la provincia”.
¿Experimentaría el doctor Smith con su propio cuerpo, como algunos valientes médicos que conoció la historia? ¿Sería capaz de probar la vacuna con sus hijos y familiares?
No, seguro que no. Porque antes que poner el propio cuerpo, mejor es poner el cuerpo del otro.
Si ese otro no sabe leer ni escribir, si acepta por una propina o una limosna desprenderse de un niño, de un órgano, de una parte de sí, mejor.
Los nazis del siglo XXI trabajan para importantes corporaciones; cumplen con la ley; cobran suculentos honorarios por desarrollar vacunas y medicinas que utilizarán sus clientes, perdón, sus pacientes, es decir, aquellos que puedan pagarlas. Y todo a la sombra de un Estado ausente. O de un Estado cómplice. O ambas cosas.
FUENTE: http://www.pelotadetrapo.org.ar/ Edición: 1307
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