entre cosas viejas que había escrito acá encontré un texto que mandé a una revista de viajes, las fotos nos las tengo digital así que puse una que encontré en internet sobre el puentecito famoso de Paucartambo (dto de Cuzco, Perú).
acá va el texto.
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Éramos cinco inconscientes. Matucho, Anilou, Jorge, Nahuel y yo habíamos salido de Q’osq’o hacia Paucartambo en el colectivo que los paisanos usan para transporte de pasajeros y bártulos (maíz, papa, cerdos, gallinas y todo lo que pueda caber, de hecho bajo mi asiento chillaba un chanchito). Nuestra provisión consistía en una mermelada de frambuesa, un kilo de pan de trigo y dos potentes panes integrales del Restaurante Govinda de los Hare Krishna cercano a la Plaza de Armas.
Matucho fue el que sembró la idea: vayamos a la comunidad de los Quero, siempre ha estado aislada dentro de la provincia de Cuzco, ahí quedan los últimos sabios locos que guardan los secretos poderes de los Quechuas del Tawantinsuyu. En aquel momento pensé que podía ser cierto, en esa región alejada José María Arguedas había registrado el mito del Inkarrí que representaba la visión de los de abajo de la invasión europea. Además sabía que allí residía uno de los Apus más poderosos de los Andes, el espíritu de un volcán apagado con su cumbre nevada como un omnisciente anciano canoso.
Todo había sido muy extraño. Con Matucho, Jorge y Anilou habíamos hecho un retiro de meditación budista tibetana de siete días en un hotelcito subiendo la colina en dirección a Saq’saywaman. Ellos eran peruanos. Matucho había dejado un alto cargo en el Banco Central de Perú para dedicarse a las artes marciales y la meditación. Jorge era amigo de Matucho y no sabía nada de meditación y visualizaciones. Anilou era una chica llena de energía y muy alegre. El que escribe también tenía su primer contacto con el budismo. La trouppe luego del retiro se había instalado en la Picantería de la Chola (el lugar más barato para pernoctar en esa época). Allí conocimos a Nahuel, mitad chileno mitad suizo, hijo de dos físicos que habían escapado de su país por culpa del “pinocho”.
De Cuzco a Paucartambo demoramos unas 5 horas. El camino se angostaba y por momentos escalaba yermas punas grises y descendía a valles con infinitas terrazas de cultivo de papa. Llegamos al pueblo y fuimos a buscar alguien que nos acercara hasta otro pueblito más pequeño, del cual Q’ero quedaba a una larga larga caminata. Matucho tuvo una entrevista con el Intendente de Paucartambo, le chamuyó que era antropólogo y que nosotros éramos los asistentes de la investigación que estaba desarrollando por la zona. Era de tarde cuando arribamos y el sol se estaba poniendo. El pueblo estaba encajonado en un valle de altura y había un arroyuelo que lo atravesaba. Comimos algo con mucho rocoto. A la noche, previo pago, un almacenero nos transportó en la parte de atrás de su Toyota hacía la puerta de entrada a los valles donde comenzaban las comunidades de los Q’ero. La noche fría y preñada de estrellas fugaces fue recibida con bastante caña de azúcar.
Al amanecer, cuando los primeros rayos de Inti asomaban, llegamos al pueblito. Justo había dos comerciantes con sus espaldas atiborradas de mercancías que emprendían el camino hacia las comunidades. Por suerte nos ofrecieron guiarnos, porque no era fácil orientarse entre medio de verdes laderas de montañas que se abrían y bifurcaban todo el tiempo.
El primer día caminamos sin parar hasta la tardecita. Cuando empezaba a bajar el sol (y la temperatura) decidimos acampar. Armamos las carpas cerca de unas casas en una ladera desde donde se observaba el majestuoso Apu y la comunidad principal allá a lo lejos. De más está decir que al poco tiempo se nos acabaron nuestros víveres. Casi sin poder comunicarnos con la gente (la mayoría monolingüe Quechua) nos hicimos de unas papas que compasivamente nos ofrecieron. Ellos vivían del cultivo del tubérculo y de la cría de llamas. Esa noche pasé el frío más atroz que alguna vez haya padecido. Mi bolsa de dormir no estaba preparada para los grados bajo el cero. Me envolví con toda la ropa que encontré no estaba mojada y misteriosamente –o por la protección del Apu- al otro día desperté.
A la mañana temprano discutimos y nos peleamos. Sólo Matucho y yo queríamos seguir. Les dijimos a los demás que iríamos hasta la comunidad y volveríamos a la tarde. Eso fue lo que hicimos pero no sin varios sobresaltos. La comunidad principal estaba colgada de la ladera de una montaña que miraba al Apu. Para poder llegar hasta allí bordeamos el lado más abierto de un arroyo caudaloso. Cuando llegamos a la altura de la comunidad debíamos cruzarlo pues nos encontrábamos en la orilla de enfrente. Para hacerlo nos separamos. Yo elegí una curva donde había un remanso. Me dispuse a cruzarlo, me saqué las Hi-tec y las medias, arremangué los pantalones y agarré bien fuerte la riñonera interna. Pero, en un segundo, una de las botas se deslizó de la roca donde las había dejado ¡y se fue por el arroyo! No podía creer como había violado una de las máximas el decálogo del perfecto mochilero: Pase lo que pase NUNCA SE SAQUE SUS BOTAS.
Crucé como pude el arroyo y subí a la comunidad un pie con bota y el otro con media. Como comprenderán la antigua sabiduría de los Q’ero ya no atraía mi atención, mi preocupación era conseguir un calzado. Con señas me comuniqué con un hombre joven muy sorprendido quien me vendió en 6 u$d una vieja zapatilla. Seguro que el Apu se había enojado por algo que había hecho o tal vez me hacía un chiste, porque la zapatilla, además de quedarme chica, coincidía con el pie de la bota que se había salvado.
Cerca de la comunidad hallamos con Matucho algo que parecía un templo abandonado en el que había una inmensa roca que, a pesar del frío, estaba siempre caliente. Por la gracia del Apu luego pudimos encontrar el camino de vuelta hacia nuestros amigos. Llegamos casi cuando Inti desaparecía. Otra sopa de papa nos esperaba, pero esta vez Matucho trocó su cuchillo de Rambo por una gallina, así tuvimos un caldo más nutritivo y, quienes comían, un poco de carne.
A la mañana siguiente salimos con rumbo a Paucartambo. Las llamas nos acompañaban en silencio, mirándonos de reojo. Cada uno fue caminando según su propio ritmo. Parecía que cada vez nos metíamos más adentro. Parecía que el Apu nos observaba. A veces llovía y Anilou con su paraguas en el medio de las montañas nos hacía reír. Luego de varias horas fuimos llegando al pueblo, todos por separado.
En Paucartambo nos enteramos que justo ese día, y el siguiente, festejaban la canonización de la Virgen del pueblo hecha por su santidad Juan Pablo II en Sacsayhuáman. El pueblo explotaba de flores, músicas, cantos, olores, colores. La chicha y la comida corrían libre para quien gustara. Ese año era el Juez de Paz el encargado de organizar la fiesta y quería que saliera impecable. Las calles que rodeaban la plaza principal estaban tapizadas de pétalos de flores con los que pintaban escenas de la virgen, paisajes, pájaros. La virgen era llevada en andas mientras todos cantaban y rezaban. A pesar de su tamaño había muchas iglesias en el pueblo, y la procesión debía ingresar con la virgen a cada una. El desfile estaba integrado por músicos, gente disfrazada de personajes históricos y doncellas. Todo el pueblo festejaba orgullosa y devotamente el aniversario de la canonización. Otra vez el Apu nos había dado una ayuda porque está festividad se realizaba cada dos años y nosotros justo estábamos ahí.
Volvimos a Cuzco cuatro días después de haber partido. La sabiduría de los Q’ero nos había guiado y protegido. Estábamos listos para otra búsqueda.
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